miércoles, 31 de octubre de 2007

Fue la clerigalla islámica

Ahora ya se puede decir con propiedad: fue la clerigalla islámica.

Una banda de fascistas, que ven en la fe musulmana lo que Hitler veía en Alemania, fue la autora del asesinato en masa de 192 conciudadanos nuestros en la terrible mañana del 11 de marzo de 2004. Españoles, rumanos, búlgaros, marroquíes, ucranianos, polacos. Nuestra gente. Los nuestros.

Existen incontables excusas en las que la clerigalla islámica se ampara para cometer sus atrocidades. Algunas de ellas son ciertas. Otras, incluso injusticias que claman al cielo. Pero esa no es una factura a nombre de los trabajadores y estudiantes de Madrid o, para el caso, de Bagdad. En realidad, no les importa. No les importa en absoluto. Temen el día en que pudieran quedarse sin esas excusas. Porque no desean la paz, la libertad y la justicia para su pueblo. Desean la guerra, la tiranía y la opresión clerical para todos los pueblos del mundo. Y especialmente para el suyo. Son como la peor memoria de nuestra clerigalla local, la de la Santa Inquisición y los Cien Mil Hijos de San Luis.

Son el enemigo. El enemigo de todos. De José y de Yusuf, de María y de Zoraida, de John y Tatiana. De ti y de mi.

No debemos darles ni una sola oportunidad. Hay que sacarlos de sus escondrijos y ponerles cara a cara con jueces democráticos. Hay que socavar su influencia social. Hay que cerrar el paso a la irracionalidad, y favorecer el de la racionalidad. Aquí y, sobre todo, allí. No con guerras estúpidas que sólo empeoran el problema, ni con declaraciones altisonantes, sino a la manera difícil pero eficaz: mojándose en el aquí y el ahora de nuestra realidad y también de la suya.

La clerigalla islámica no es la solución para nadie, sino una peste. Una peste que nos arrebató a 192 de los nuestros, y lleva muchos años arrebatando a cientos de miles de los suyos.

Maldigo a esta clerigalla que mató a 192 de los nuestros creyendo quizás hacer una justicia perversa. No la hicieron. Sólo cometieron otra injusticia más en su larga retahíla de crímenes.

Y digo que les vamos a ganar. Y que un día nos veremos libres de ellos, y serán sólo una sombra de la Historia como ahora son los Autos de Fe o el asesinato de Miguel Servet o Giordano Bruno.

Es la lucha de la razón contra las tinieblas. Hemos ganado todas las batallas de esa guerra, y vamos a seguir ganándolas hasta el final.

Y conseguiremos un mundo donde no hay cabida para esos espantajos.

domingo, 14 de octubre de 2007

Los inmigrantes de Aznar

Me saca la sonrisa cínica ver ahora a los filibusteros del Partido Peligroso hacerse cruces de la inmigración y sus problemas. Lo malo que tiene existir –o gobernar, cuando gobernaban– de cara a la cámara y a la estadística electoral es que te deja a calzón bajado en cuanto alguien se molesta en mirar los datos duros y fríos.

Vamos a ver, aquí hay una cosa clara, números en la mano: la inmensa mayoría de la inmigración presente hoy por hoy en España entró con Aznar. Para ser exactos, tres y medio de los cuatro millones y medio de inmigrantes que hay en nuestro país. El último año de gobierno de Felipe González había empadronados en España 550.000 extranjeros, la mitad de ellos comunitarios. Y el último año de Aznar, había empadronados 3.730.610, es decir, tres millones y pico más; sólo un 12% eran comunitarios. Este año, curiosamente, hemos vivido el primer descenso en el número de inmigrantes extracomunitarios de toda la historia de la inmigración contemporánea en España. Sí, sí, con el gobierno de Zapatero, ese que nos iba a rendir ante la invasión.

Por tanto, quien en España quiera echar culpas sobre la inmigración, ya sabe adónde tiene que señalar: al empleado de Murdoch y de los especuladores que arruinaron a los accionistas de Terra, al mentiroso mayor del 11-M y al señor de los hilillos. En realidad nunca fue su intención evitarlo, sino más bien todo lo contrario. El neoliberalismo, para funcionar, necesita unas cuantas trampas de singular envergadura. Una de ellas es la necesidad de que haya siempre una reserva de parados en estado de desesperación, para presionar los salarios a la baja. Saben que siempre, en algún lugar del mundo, habrá unos cuantos millones de desgraciados disponibles para hacer dumping social y laboral. Ya se encargan ellos.

Y el modelo económico aznarista (el de la especulación inmobiliaria y el geriátrico de Europa) necesitaba enormes cantidades de esa mano de obra barata para sus parientes y socios, los patronos del ladrillo y del chiringuito, llámese playa, urbe o golf. Por no hablar del puterío. A Aznar y compañía no se le metieron tres millones de inmigrantes. Aznar y compañía dejaron pasar a tres millones de inmigrantes, y luego pretendieron mantenerlos en un limbo legal donde siguieran siendo fáciles de explotar y, en caso necesario, reprimir. Ya se sabe que para ellos, eso de los derechos ciudadanos, sociales y laborales es materia comunista e indeseable, y como todavía no se los pueden quitar a los de aquí (no del todo), ni de coña se los querían otorgar a los de allá. ¿Estropear el chollo? ¡Amos, anda!

El resultado era peligrosísimo: una masa sin apenas integrar, de número y configuración desconocidos, reventando a la baja el mercado laboral y social español: exactamente lo que se pretendía. Ahora costará muchos años rehacer lo destrozado, pero el primer paso se ha dado: la regularización.

Discutiremos más adelante, porque lo discutiremos, si toda esta gente hacía falta, si hacen falta más o menos y cómo fue el método para hacer que entraran en España. Lo evidente es que, metidos de mala manera y con nocturnidad y alevosía, constituía una ofensa económica, una lacra social y una inmundicia moral mantenerlos sin papeles. Pero, ¿de qué sorprenderse? Esta es la manera de hacer las cosas de los chicos de Aznar y Rouco Varela, para quienes lo importante, en el fondo, en el fondo, no es si eres marica, sino si se te nota o no; o sea, ir a la suya, cerrar los ojos ante la realidad y encarcelar sus consecuencias.

Mirando para otro lado (Antisemitas II)

Tras una temporada ausente por motivos profesionales, vuelvo a la carga. Y lo voy a hacer abundando en el tema de mi post anterior, con un pequeño homenaje a esos "antisemitas" (según los portavoces mediáticos del Partido Peligroso) que sacaban a los judíos perseguidos de Europa con las armas en la mano:

domingo, 15 de julio de 2007

Antisemitas

Me entra la risa chunga cuando escucho a los bucaneros del Partido Peligroso y sus jefes en Washington acusarnos de antisemitas a quienes nos manifestamos en contra de las atrocidades cometidas por el Estado de Israel. En mi caso particular, risa chunga del tipo de sacar la mano de dar hostias a pasear. Espera, me explico:

Resulta que mi difunto papi tuvo el complicado honor de luchar en tres guerras contra los fascistas. En la Guerra Civil Española, soldado republicano de a pie. En los FTPF, el cuerpo de élite de la Resistencia Francesa. Y después en el maquis del Valle de Arán. Mientras estaba en la Resistencia Francesa hizo algunas cosas curiosas, como pelear contra la 9ª División SS Hohenstaufen en Avignon, los nazis de verdad, esos que cagaron de miedo a medio mundo, no los niñatos rapados y los engominados con corbata de ahora. También fue radio-operador, manteniendo abiertas las comunicaciones con Londres mientras jugaba al gato y al ratón con los tipos de la GESTAPO y sus radiogoniómetros, en las noches sin luna; sólo uno de cada cinco sobrevivió, porque no hay arma más peligrosa en este mundo que una radio y los alemanes no se andaban con chiquitas. Y, en otras noches sin luna, sacó a unas cuantas decenas de judíos y otros perseguidos de las tinieblas de la Europa ocupada, por entre los bosques y las casas francas junto a los riachuelos y las montañas, hacia el mar, hacia la libertad y la vida, con la Sten en la mano; mientras, los papis ideológicos de quienes ahora nos llaman antisemitas pactaban con Hitler para derrocar a la República o, en el mejor de los casos, miraban hacia otro lado al paso de los vagones de ganado. Que ellos siempre han sido gente muy de orden, muy patriota y lo más importante siempre fue sacar a la familia adelante. Y de paso, dar algún que otro chivatazo a los agentes de la ley y el orden, ya se sabe, Trabajo, Familia, Patria.

Comprenderás, pues, que me tome esos dislates como ofensa personal. Entre otras cosas, porque yo podría haber nacido israelí: eran otros tiempos, y algunos de esos refugiados, agradecidos, ofrecieron a mi viejo casarle con alguna de sus hermanas o hijas para vivir algún día en la futura Palestina que soñaban Herzl, Einstein y Ben Gurion. Le enseñaban fotos y le prometían una familia y una vida cuando el horror pasara. Él siempre declinó, muy feminista o muy comprometido con lo que estaba haciendo, pero oyes, los hombres somos muy putas y nunca se sabe lo que podría haber ocurrido si en alguna de aquellas noches sin luna hubiesen pillado al adusto guerrero español de punto romántico y tontorrón. Que también había chavalas de buen ver entre las perseguidas.

Incluso dejando a un lado las hazañas bélicas familiares, seguiría siendo sionista. Declaro en mi nombre y en el de mis cuatro pelos que no sólo reconozco el derecho del Estado de Israel a existir en tanto en cuanto los estados sigan existiendo, sino que a su pueblo le deseo lo mejor. Me caen bien. Podría ponerme muy sesudo al respecto, pero lo resumiré diciendo que entre irme de juerga con las niñas de una fiesta rave en Tel Aviv o con un barbudo de Hamas y su cinturón de explosivos, rollo soy el novio de la muerte versionado en hardcore, creo que la elección es obvia. Israel debe existir, debe prosperar y debe recuperar el brillo intelectual que históricamente caracterizó al pueblo judío.

Y, por ello, Israel debe dejar de comportarse como un matón barriobajero equipado con armas de alta tecnología.

La supervivencia de Israel está garantizada. Si no más, porque posee cuatrocientos misiles termonucleares y las garantías de medio planeta (y sí, yo en su lugar también me fiaría más de los bichos malignos esos que de todas esas garantías). Hoy por hoy, nadie va ya a destruir a Israel por muchos atentados que sufran, por muchos Qassam y Quds que les caigan, por muchas declaraciones incendiarias que haga la clerigalla islámica de ojos inyectados en sangre. Ni siquiera es razonable tener miedo a que Irán o cualquier otro fabrique un arma nuclear. ¿Dónde va el chalado de Ahmadineyad con una, dos o media docena de bombas atómicas primitivas? Antes de que se levantaran del suelo, Teherán habría dejado de existir más allá de lo concebible.

Por ello, pienso honestamente que mis amigos israelíes se hacen un flaco favor ante si mismos y ante el mundo alimentando el conflicto y forzando que los palestinos elijan a dirigentes cada vez más siniestros. La política del “cuanto peor, mejor” puede ser rentable a corto plazo, pero en el largo plazo condena a Israel, a Palestina y a muchos otros a no vivir nunca en paz.

Evidentemente, yo no tengo la solución al conflicto del Próximo Oriente, y nadie la tiene. Pero tengo claro que ahogar al pueblo palestino, provocar la caída de sus dirigentes más sensatos, hacerle la guerra al Líbano y dar alas a los ultraortodoxos no es ni puede ser el camino. A menos que el viejo sueño de Herzl, Einstein y Ben Gurion se haya resignado a ser un estado policial-militar, mezquino y estrecho, en permanente guerra de baja intensidad.

Y antisemita, oiga, lo será su señor padre; el del bucanero, digo. Que el mío, seguro que no. Y yo, desde luego, tampoco.

(Con un besote muy entrañable a una muchacha de profundos ojos negros que hablaba dulcemente una lengua muy, muy antigua, a quien conocí una vez lejos de su tierra y de la mía, donde quiera que esté)

domingo, 8 de julio de 2007

Una guerra cobarde

Cuando el dúo de las Azores más Aznar (que, a decir verdad, sólo salía en las fotos publicadas en España y en las de Al Qaeda) nos metieron en su fantasmagórica guerra contra el terrorismo y las armas de destrucción masiva iraquíes –único lugar de todo el Oriente Medio donde no había ni terrorismo islámico ni armas de destrucción masiva–, muchos dijimos que era una guerra inmoral, ilegal y que nos traería graves consecuencias. Era inmoral. Era ilegal. Y nos trajo gravísimas consecuencias.

Ahora, cuatro años después, tenemos la suficiente perspectiva para afirmar algo más: fue –y es– una guerra cobarde.

Y no lo digo sólo en el sentido de la cobardía implícita a todas las guerras, ni en la evidente desproporción entre una superpotencia y un país agotado y estrangulado por los embargos. Incluso confieso que no me desagradó del todo ver a un asesino en masa como Saddam colgando de una cuerda, si bien eché en falta a unos cuantos asesinos en masa más a su lado. Lo digo en el sentido de que la Administración Fundabush y sus compinches de la Coalición de los que Quisieron ni siquiera han tenido valor para librar una guerra de verdad. Quisieron hacer una guerra para todos los públicos, que se pudiera emitir por la Fox en horario familiar. La lamentable realidad es que la guerra nunca es como esos ardientes patriotas encantados de mandar a otros a la muerte quieren pensar que es.

La guerra es un asunto sucio y cruel, sólo apto para menores de 18 aficionados al gore y a la razón del más fuerte. Es una situación donde los caballerosos convenios de Ginebra duran exactamente hasta el instante en que una de las partes en conflicto se bebe la ídem y decide pasar de ellos, cosa que suele ocurrir en las primeras cuarenta y ocho horas. Es un momento en que las hijas del enemigo quedan al alcance de los gloriosos soldados adolescentes, asustados, agresivos y borrachos, en lugares donde nadie mira. Es un contexto donde todas las normas éticas que los moralistas y absolutistas gustan de inculcarnos quedan invertidas: por matar, violar y saquear dan medallas y ascensos (a menos de que seas desgraciado hasta para eso y te conviertas en la cabeza de turco de la campaña de imagen). Ya que hablamos de absolutismos, la guerra, todas las guerras, se hallan muy cerca de simbolizar el concepto conocido como Mal Absoluto.

Es por eso que los pacifistas estamos en contra de las guerras, excepto en estricta legítima defensa. Quienes hablan de guerras limpias, justas y humanitarias o son unos superficiales ignorantes, o son unos malvados. Descontando interposiciones internacionales para frenar los combates (y no siempre), la guerra limpia, justa y humanitaria nunca ha existido, no existe y jamás existirá.

En consecuencia, quien desee librar una guerra debe ser consciente de todo esto y estar dispuesto a asumir los problemas de relaciones públicas que ello conlleva. Como Putin en Chechenia. Si te metes, te metes. Si te disparan, disparas. Y disparas con todo lo que tienes. Cada vez que las tropas rusas tenían jaleo en un callejón de Grozny, el comandante llamaba a la aviación o la artillería –y estamos hablando de la mejor artillería que vieron los siglos– para que convirtieran el barrio entero en un lugar parecido a la superficie lunar. Así se libran las guerras. Y no siempre se ganan. Si no te gusta jugar al genocidio, no las empieces. Ni las apoyes.

Cuando tu guerrita lleva cámaras incrustadas para filmar capítulos de Oficial y Caballero Cristiano Baptista del Sur (¿dónde se ha visto semejante cosa?), estás condenado a un desastre aún mayor y más prolongado. Las Black & Decker con broca para hueso se convierten en armamento estándar, las bombas aéreas de quinientos kilos se ven sustituidas por furgonetas bomba de quinientos kilos y toda la región se sume en un caos de banderías y mafias para décadas, convertida en un campo de entrenamiento de futuros terroristas con experiencia en combatir a una superpotencia del siglo XXI. Menos mal que el tío ZP nos sacó de allí a tiempo…

La Guerra de Irak está perdida, aunque pocos se atrevan a decirlo aún con la boca grande, y nadie sabe cómo los Estados Unidos y los que Quisieron van a salir de semejante pesadilla, un caprichito que cuesta a razón de diez mil millones de dólares mensuales. Con semejante guita, por cierto, podrían pagarse la sanidad y la educación pública universal que no tienen.

Uno de los que se atrevieron a decirlo fue el senador Harry Reid, seguramente el único mormón progre del mundo. Inmediatamente, un tal senador Graham, de la secta bushista, le contestó sardónicamente: “¿y entonces quién ha ganado?”. Bueno, ha ganado Irán, naturalmente, que ahora domina la parte de Irak que siempre deseó controlar y ya ha descontado un posible bombardeo en sus presupuestos (nadie se cree que, después del fiasco iraquí, los EEUU vayan a invadir ni más ni menos que Irán). Y, en el largo plazo, China, India y todos los que permanecieron al margen de esa chaladura.

El problema con las guerras cobardes es que se pierden. Y perder guerras es malo. No sólo cuestan una fortuna en dinero, moral y prestigio, y décadas hasta que vuelves a pintar algo en el mundo, sino que además el enemigo sale envalentonado y dispuesto a repetir la experiencia. Durante los últimos cuatro años, la clerigalla islámica ha contado con el mejor banderín de enganche, la mejor escuela y la mejor propaganda por cuenta de la clerigalla cristiana de la Administración Bush y la Coalición de los que Quisieron. Y, ¿sabes una cosa? Quienes siempre estuvimos en el Eje de la Razón tendremos que exigirles responsabilidades por todas y cada una de las consecuencias de este desastre. Porque, al final, quienes mueren son los trabajadores y estudiantes de Bagdad y los trabajadores y estudiantes de Madrid. Y eso, eso sí que no.

domingo, 1 de julio de 2007

Salvar a España

El patriotismo de izquierdas

Es preciso reconocer una cosa: en España, es difícil distinguir claramente al patriotismo de izquierdas a primera vista. Se debe a que desconfiamos de banderas, nombres grandilocuentes y gestas tramposas. Y a que, históricamente, España ha sido el cortijo particular de cuatro amiguetes: el señorito, el cura, el milico y el beneficiado de turno. En otros países hubo revoluciones populares que cambiaron la naturaleza del poder y el estado –Francia o Estados Unidos serían los ejemplos emblemáticos–, permitiendo la identificación del pueblo con la nación. Aquí, el pueblo nunca pudo hacer mucho más que sobrevivir bajo la bota de los señores del himno, la cruz y la bandera. Mi abuelo, por ejemplo, fue uno de los muchos que se tiró dos milis en África: la suya y la del hijo del cacique abanderado y muy patriota. Como estrategia de marketing, la verdad, deja mucho que desear.

Para acabar de arreglarlo, el tardío intento español de ejecutar ese cambio fue abortado por una dictadura militar, nacionalcatólica y colonial, que educó a dos generaciones en la idea nazi de que ellos eran la auténtica España, frente a la Antiespaña representada por todos los demás.

Tras semejante tratamiento de choque, lo sorprendente no es que sintamos desconfianza hacia trapitos, uniformes, sotanas y partituras. Lo sorprendente es que no hayamos pedido aún la nacionalidad danesa. Por decir algo. De hecho, quienes tienen alguna excusa para hacerlo se piden identidades nacionales al gusto: matalascabritano, por ejemplo. Cualquier cosa, menos formar parte de esa historia de sangre del pueblo y oro del señor. Hay que decir, eso sí, que cuando lo escribe Pérez-Reverte queda muy heroico y hasta cargado de un cierto sentido. Pero no deja de ser la historia de unos desgraciados matando y muriendo a cambio de miseria y pulgas para mayor gloria y riqueza de unos poderosos mezquinos, de los más mezquinos que se recuerdan, incapaces de compartir siquiera las migajas aunque poseyeran media Andalucía y parte de Extremadura.

Probablemente, en estos momentos sea ya irracional. Pero es que lleva sólo treinta años siendo irracional. Todos los nacidos antes de 1978 aprendimos a desconfiar por las malas de los capos rojigualdas (y unos cuantos, también después). Salvo que formaras parte del círculo de beneficiados por los capos rojigualdas, claro. No es tan fácil cambiar eso.

Máxime, cuando los patrioteros de turno siguen acaparando la bandera, el himno y hasta la palabra España para cubrirse las vergüenzas, más o menos como siempre.

La cuestión es que frente a esos retablos icónicos del patriotismo de derechas (el hijo del currito absolviéndose de sus orígenes al caer bajo la rojigualda luchando por algún pedregal de los Monegros, Flandes o las Filipinas), la izquierda no tiene ninguna foto fija que oponer.

El patriotismo de la izquierda española es mucho más sutil, casi como una brisa suave apenas perfumada. Porque su cariño no se enfoca en tangibles, bandera, himno, pedregal, estampillas del Fórum Filatélico. Se concentra en el pueblo. Nuestro patriotismo no tiene nombre, o tiene muchos nombres: uno por cada persona. Nuestro patriotismo es que ningún ciudadano, ninguna ciudadana quede expuesto a la miseria y sus lacras ni abandonado a su suerte en tiempos de desventura. Nuestro patriotismo es que todos tengan exactamente los mismos derechos, los mismos deberes y las mismas libertades y oportunidades, de verdad, sea cual sea su cuna o su sexo. Nuestro patriotismo es evitar hasta donde sea humanamente posible la espantosa indignidad de que uno de los nuestros tenga que matar a un hermano para defender un pedregal. Nuestro patriotismo es que cada persona esté protegida en sus necesidades elementales de la cuna a la tumba, que eso del neoliberalismo es muy fácil de decir cuando siempre puedes volver a casa de Papá. Nuestro patriotismo es que todo el mundo adquiera tanta cultura, tanta educación y tanta formación como sea posible, para vivir mejor, para ser útiles y para ser difíciles de manipular y someter. Nuestro patriotismo es que la justicia sea igual para todos, y que las cargas y alivios sociales sean escrupulosamente proporcionales a las posibilidades de cada cual. Nuestro patriotismo es que, en caso de duda, nos pongamos siempre de parte de los débiles, que para neutrales ya están (o deben estar) los jueces.

Nuestro patriotismo no ondea al viento. Es el viento. Por eso resulta tan difícil de ver. Y por eso, también, resulta tan fácil de sentir.

Y si alguien necesita un símbolo para todo eso, le sugiero el toro. Sí, el que llaman de Osborne, ese mismo que usan algunos tontos de brazo en alto sin saber que es emblema pagano y obra de Manuel Prieto, militante del Partido Comunista de España y dibujante del frente para el 5º Regimiento antifascista. Pero de rojo, no de negro. Porque nuestro toro vive en el pueblo, no muere en la plaza, y por tanto no necesita el luto de mantillas y crespones, sino el rojo del sol y de la vida.

(Primer) retorno de Portugal



jueves, 21 de junio de 2007

Tres semanas en Portugal...

...y lo que te rondaré, morena. Resulta que yo me había propuesto publicar una entrada a la semana cuando empecé este blog, pero como el hombre dispone y el demonio ese de la secta satánica al que adoran millones dispone, llevo tres semanas trabajando en Portugal y me queda por lo menos otra más. Internet, aquí, no está muy desarrollado y es difícil encontrar sitios donde hacer algo más que mandar un correo o echar una partida en red.

El país es bonito y esta zona -entre Torres Vedras y el Atlántico-, más. Me recuerda a algunas zonas de Espanha hace quince anhos -o de la Grecia actual-. Supongo que los nacidos en el Mediterráneo estamos acostumbrados y no lo observamos, pero en cuanto te mueves un poquito por las costas que se extienden desde la Iberia atlántica hasta el estrecho del Bósforo, te das cuenta de hasta qué punto las talasocracias helénicas nos marcaron para milenios; la cultura de la casita blanca, el vino tibio y la sensualidad dulzona y posesiva, mucha pose, está presente por todo el Sur de Europa.

El clima es agradable, atlántico, sin calores excesivos y con tormentas ocasionales. Vamos, que me estoy librando por el momento de los calores veraniegos.

No tengo manera de postearos las fotos, así que tendréis que esperar a mi regreso (o hasta que consiga un servicio de Internet decente). En todo caso id preparándoos, porque os tengo preparada una tanda de artículos que levantarán ampollas. Y algunas sorpresas más.

domingo, 3 de junio de 2007

La Leyenda de la Puñalada en la Espalda

Hay mucha gente que habla de los nazis, que si tú eres un nazi, que si los nazis esto, que si los nazis aquello. Lo sorprendente es que, si los sacas del cliché de los campos de exterminio y el icono del cabo bajito y bigotudo enardeciendo a las masas con su proverbial oratoria, casi nadie tiene ni puta idea de quiénes fueron, de por qué hicieron lo que hicieron ni de las razones por las que una mayoría del pueblo alemán, culto y civilizado donde los haya, les otorgaron su confianza en las elecciones de 1933. A lo más que llega el análisis es a afirmar que “estaban locos” y que “engañaron a la gente”. Desmemoria que resulta de lo más conveniente para sus emuladores del presente y el futuro, quienes sólo han de cambiar el uniforme ramplón por el traje de corbata y no mencionar nada sobre exterminios, ahora que, al parecer, todo puede hacerse con misiles quirúrgicos. Aprovechándose de esta ignorancia, algunos bucaneros de la frikihistoria incluso venden a sus lectores modelo El Corte Inglés la sorprendente falsedad de que los nazis eran de izquierdas. ¿Sus argumentos? Que se hacían llamar nacional-socialistas y que eran partidarios de un estado omnipresente. Como suena.

Mamarrachadas al margen, el ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista del Trabajo Alemán (NSDAP), vulgo los nazis, es fascinante y debería ser de enseñanza obligada en los colegios. Permite comprender cómo una democracia liberal puede terminar convirtiéndose en Auschwitz… y evitar que vuelva a suceder. Aprender historia sirve, por encima de todo, para cosas así.

El Partido Nazi –enemigo acérrimo no sólo de los judíos, sino también de socialistas, comunistas, anarquistas, homosexuales, gitanos, librepensadores, cristianos de base, liberales tolerantes, sindicalistas, relativistas morales, minusválidos incapaces de trabajar y demás chusma traidora–, asciende al poder en un largo proceso; largo proceso que culmina cuando los católicos de Von Papen y el conservador Hindenburg aúpan a Hitler a la cancillería para defender a Alemania del peligro rojo-separatista. Hay que decir que muchos de estos carcas pagaron también carísima su estupidez. En cuanto Adolf consigue los plenos poderes, comenzó a mandar a todos estos a los campos y a unos cuantos de los que le habían apoyado, también. Lo de los judíos y los eslavos vendría después.

El Partido Nazi fue, por encima de ninguna otra cosa, un partido conservador de empresarios (“industrialistas”), soldados y clases medias con cierta sensibilidad social y una mitología patriótica y racial que justificaba todo lo demás: Alemania para los alemanes, los Alemanes primero, Alemania no termina en las fronteras de la derrota. Su componente más obrero (y visible), agrupado en torno a los camisas pardas de Röhm, fue convenientemente suprimido al año siguiente de llegar al poder: logrado el objetivo, ya no necesitaban tontos útiles.

Las ideas que Hitler y los suyos usaron para calar en tales segmentos de población se trenzaban en torno a un mito central: la dolchstoßlegende o “leyenda de la puñalada en la espalda”. Según este fraude, todos los personajes no nazis de Alemania formaban parte de una conspiración antipatriótica cuyos objetivos eran desmembrar y aniquilar al país y sus fuerzas armadas para ponerlo en manos de judíos y comunistas. Según los nazis, habrían sido éstos los artífices de la derrota en la I Guerra Mundial, del separatismo bávaro, de la disolución de la identidad cultural alemana, de la crisis económica que azotaba al país y, en general, de la sequía y también de las inundaciones. Los nazis eran los únicos que amaban a Alemania; todo el que no estuviera con ellos, es porque quería destruir la nación. Similar discurso usaron sus aliados Franco, Mussolini o Hiro-Hito. Con nosotros quien quiera, contra nosotros quien pueda. Y todo eso.

Han pasado setenta años. Los nazis se fueron (bueno, más bien los sacamos a patadas). Pero la leyenda de la puñalada en la espalda vuelve. Por todo Occidente surgen aprendices de tirano que confunden su identidad nacional con su carné de identidad, se erigen en defensores únicos de la patria y nos denuncian a todos los demás como enemigos de las respectivas naciones y de la civilización occidental en su conjunto. En Estados Unidos el término está bien acuñado y forma parte de la vida política cotidiana: quien se opone a las aventuras de sus líderes más fanáticos es sospechoso de antiamericanismo, acusación que repiten como loros sus representantes en Europa. Añadiendo que, de la misma manera, todo el que no apoya los excesos de los líderes más fanáticos de aquí, lo hace por antiespañolismo. Discurso en el que, curiosamente, coinciden con los independentistas más extremos. ETA también habla de antivasquismo, y los chicos de Artur, de anticatalanismo. Es la forma de pensar de los nacionalismos, llámense patriotas o independentistas.

Yo digo que no debemos callar más ante estos manipuladores indeseables. Aquí los únicos traidores a la patria son aquellos que se envuelven en banderones para ocultar sus miserias mientras malvenden los recursos económicos, ecológicos y humanos del país a sus amigotes.

España será lo que tenga que ser y decidan sus pueblos. Europa será lo que tenga que ser y decidan sus pueblos. Occidente será lo que tenga que ser y decidan sus pueblos. Es la democracia. Pero aquí no hay nadie ni más vasco, ni más catalán, ni más español, ni más europeo, ni más occidental que otro. Y mucho menos existe una autoridad que emita certificados de lealtad a la patria o la nación. Yo defiendo lo que defiendo porque pienso que es lo mejor para mi pueblo. E, igual que yo, toda la gente que conozco.

Y si, en contestación, alguien me acusa de traidor, entonces ya sé que lo que tengo delante no es un oponente. Es un enemigo. Un viejo enemigo. El mismo viejo enemigo que hablaba de puñaladas por la espalda en las noches siniestras de la niebla y el acero. El mismo viejo enemigo al que hay que neutralizar con todos los medios de la paz y la palabra mucho antes de que nos veamos sumidos en otro mar de sangre para sacarlo a patadas. Una vez más.

sábado, 2 de junio de 2007

Moncayo

Vuelvo de currar por Valladolid y ahora mismo estoy al pie del Moncayo, la montaña más alta del Sistema Ibérico. Es un lugar impresionante, que te hace sentir muy, muy pequeñito. Por la parte de Ágreda, desde la autovía, se pueden distinguir aún las inconcebibles fuerzas telúricas que rompieron la tierra hace 65 millones de años, plegando y retorciendo el mismo suelo que pisamos hasta parir al gigante. Por donde estoy, en San Martín de la Virgen del Moncayo, el camino es simplemente hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba, entre valles casi helvéticos, hacia el lugar donde la cumbre se oculta tras las nubes y puedes tocar el infinito en las regiones del aire que, de tan puro, ya es raro.

Un camino forestal me llama: “al Moncayo”. Querría acudir, pero voy con la furgona de la empresa –o sea, del jefe–, desconozco si el camino es bueno o malo y claro, no es plan. Ocasiones habrá, aunque sea más tarde de lo que imaginas, etcétera.

Yo no es que crea mucho en esas cosas de los lugares de poder, pero en sitios como éste, casi casi se puede sentir en los repliegues de la piel.

lunes, 28 de mayo de 2007

Cuando la realidad te hace el artículo...

Me encanta cuando la realidad te hace el artículo ella sola, sin necesidad de comentario ni Photoshop ni nada...
(Encontrado el otro día mientras paseaba por el barrio Oliver de Zaragoza)

sábado, 26 de mayo de 2007

Metiéndome la lengua en el culo...

Cuando maduras (madurar es eso que haces exactamente antes de pudrirte), aprendes muchas cosas: a alegrarte de ser un borreguito dócil, a hacer todo lo posible para parecer tan aburrido como eres, a garantizar una responsabilidad que nadie en su sano juicio te otorgaría, a declarar con total convicción que las arrugas y pellejos son en realidad interesantes y, entre otras muchas más, a meterte la lengua en el culo. Esto es, a decir mosca donde dije digo y asegurarlo fehacientemente sin que se nos turbe la sonrisa. O el rictus.

Los autoanilingus más fáciles, en todo caso, se dan cuando rompes una promesa hecha a ti mismo: ya sabes, yo de esta agua no beberé, por favor, me sirva otra garrafa, etcétera. En particular, si tuviste dos dedos de seso y no dejaste testigos (¡para una cosa que puedes hacer sin que el Gran Hermano la grabe, y hay quien la estropea contándola en voz alta! ¡Hay que ser gilipollas!).

Empezar este blog es uno de estos actos sodomitas, con lo cual supongo que, ya de entrada, le caeré mal a las cucas de la Conferencia Episcopal. Motivos más justificados les daré, aventuro. Pero es la verdad: hace cosa de diez años me juré que nunca más, que la bandera y los principios te los metas provisionalmente donde te quepan y que, para la próxima guerra, me llamáis cuando haya ya tres millones de voluntarios apuntados en firme. Si no me pilla de copas en París, ahora que los vuelos están baratos y cualquiera puede emular a Hemingway (bueno, no). A mi pequeña escala, había hecho de digno portaestandartes lo suficiente como para sentirme ridículo hasta el bochorno. Tenía una vida y una enfermedad de las que ocuparme.

Y ya me ves, aquí, tejiendo banderitas otra vez y dispuesto a enarbolarlas con cara de tonto. Es sabido que, cuando se nace así, no hay ciencia que lo remedie.

Pero es que estoy preocupado.

Hace diez años, con sus más y sus menos, la democracia, las libertades y el progreso humano parecían razonablemente seguros. Al menos en el Occidente desarrollado, donde vivimos, existía un statu quo capaz de mantener a los diablos del pasado en el osario al que pertenecen. Un pacto, un arreglo si quieres, de cierto regusto mafioso, pero arreglo al fin y a la postre.

Desde hace seis, ese pacto está roto. Fundamentalistas de todo signo gritan (y bombardean) cada vez más fuerte, deseosos de devolvernos al siglo XIX –o al XIV– entre protestas de modernidad y desarrollo; individuos a quienes sólo interesa la libertad de mercado tachan de liberticidas a todos los demás y difunden lecturas revisionistas de la historia, pretendiendo que nunca colaboraron con el invasor romano mientras denuestan y desprecian a quienes sí vertieron su sangre por la gente; se echa la culpa de los problemas a los más frágiles y visibles desde alianzas de poderes sin ningún control democrático; se desprecia la ciencia, la razón y la cultura; los valores reaccionarios y casposos se publicitan como liberales e incluso revolucionarios; y se difunden sin rubor alguno toda clase de libelos, miedos y mentiras. En especial, hoy por hoy, la leyenda de la puñalada en la espalda, según la cual España, Occidente, lo que sea, está en peligro si no mandamos nosotros y Baviera, a punto de ser entregada al francés. Todos los demás, idiotas y traidores. En su mundo sólo están nosotros, los buenos, y estamos ellos, los malos.

Existen antecedentes históricos de procesos así. Y no invitan al optimismo. Pretender que se disolverán por si solos es de una superficialidad suicida. Debemos responder. Dicen que quien calla otorga, y ya les hemos otorgado bastante.

Este blog constituye mi granito de arena a esa respuesta. Supongo que se trata de una recaída en mi estulticia. Sea como fuere, hay cosas de las que hablar. Vamos allá.