domingo, 15 de julio de 2007

Antisemitas

Me entra la risa chunga cuando escucho a los bucaneros del Partido Peligroso y sus jefes en Washington acusarnos de antisemitas a quienes nos manifestamos en contra de las atrocidades cometidas por el Estado de Israel. En mi caso particular, risa chunga del tipo de sacar la mano de dar hostias a pasear. Espera, me explico:

Resulta que mi difunto papi tuvo el complicado honor de luchar en tres guerras contra los fascistas. En la Guerra Civil Española, soldado republicano de a pie. En los FTPF, el cuerpo de élite de la Resistencia Francesa. Y después en el maquis del Valle de Arán. Mientras estaba en la Resistencia Francesa hizo algunas cosas curiosas, como pelear contra la 9ª División SS Hohenstaufen en Avignon, los nazis de verdad, esos que cagaron de miedo a medio mundo, no los niñatos rapados y los engominados con corbata de ahora. También fue radio-operador, manteniendo abiertas las comunicaciones con Londres mientras jugaba al gato y al ratón con los tipos de la GESTAPO y sus radiogoniómetros, en las noches sin luna; sólo uno de cada cinco sobrevivió, porque no hay arma más peligrosa en este mundo que una radio y los alemanes no se andaban con chiquitas. Y, en otras noches sin luna, sacó a unas cuantas decenas de judíos y otros perseguidos de las tinieblas de la Europa ocupada, por entre los bosques y las casas francas junto a los riachuelos y las montañas, hacia el mar, hacia la libertad y la vida, con la Sten en la mano; mientras, los papis ideológicos de quienes ahora nos llaman antisemitas pactaban con Hitler para derrocar a la República o, en el mejor de los casos, miraban hacia otro lado al paso de los vagones de ganado. Que ellos siempre han sido gente muy de orden, muy patriota y lo más importante siempre fue sacar a la familia adelante. Y de paso, dar algún que otro chivatazo a los agentes de la ley y el orden, ya se sabe, Trabajo, Familia, Patria.

Comprenderás, pues, que me tome esos dislates como ofensa personal. Entre otras cosas, porque yo podría haber nacido israelí: eran otros tiempos, y algunos de esos refugiados, agradecidos, ofrecieron a mi viejo casarle con alguna de sus hermanas o hijas para vivir algún día en la futura Palestina que soñaban Herzl, Einstein y Ben Gurion. Le enseñaban fotos y le prometían una familia y una vida cuando el horror pasara. Él siempre declinó, muy feminista o muy comprometido con lo que estaba haciendo, pero oyes, los hombres somos muy putas y nunca se sabe lo que podría haber ocurrido si en alguna de aquellas noches sin luna hubiesen pillado al adusto guerrero español de punto romántico y tontorrón. Que también había chavalas de buen ver entre las perseguidas.

Incluso dejando a un lado las hazañas bélicas familiares, seguiría siendo sionista. Declaro en mi nombre y en el de mis cuatro pelos que no sólo reconozco el derecho del Estado de Israel a existir en tanto en cuanto los estados sigan existiendo, sino que a su pueblo le deseo lo mejor. Me caen bien. Podría ponerme muy sesudo al respecto, pero lo resumiré diciendo que entre irme de juerga con las niñas de una fiesta rave en Tel Aviv o con un barbudo de Hamas y su cinturón de explosivos, rollo soy el novio de la muerte versionado en hardcore, creo que la elección es obvia. Israel debe existir, debe prosperar y debe recuperar el brillo intelectual que históricamente caracterizó al pueblo judío.

Y, por ello, Israel debe dejar de comportarse como un matón barriobajero equipado con armas de alta tecnología.

La supervivencia de Israel está garantizada. Si no más, porque posee cuatrocientos misiles termonucleares y las garantías de medio planeta (y sí, yo en su lugar también me fiaría más de los bichos malignos esos que de todas esas garantías). Hoy por hoy, nadie va ya a destruir a Israel por muchos atentados que sufran, por muchos Qassam y Quds que les caigan, por muchas declaraciones incendiarias que haga la clerigalla islámica de ojos inyectados en sangre. Ni siquiera es razonable tener miedo a que Irán o cualquier otro fabrique un arma nuclear. ¿Dónde va el chalado de Ahmadineyad con una, dos o media docena de bombas atómicas primitivas? Antes de que se levantaran del suelo, Teherán habría dejado de existir más allá de lo concebible.

Por ello, pienso honestamente que mis amigos israelíes se hacen un flaco favor ante si mismos y ante el mundo alimentando el conflicto y forzando que los palestinos elijan a dirigentes cada vez más siniestros. La política del “cuanto peor, mejor” puede ser rentable a corto plazo, pero en el largo plazo condena a Israel, a Palestina y a muchos otros a no vivir nunca en paz.

Evidentemente, yo no tengo la solución al conflicto del Próximo Oriente, y nadie la tiene. Pero tengo claro que ahogar al pueblo palestino, provocar la caída de sus dirigentes más sensatos, hacerle la guerra al Líbano y dar alas a los ultraortodoxos no es ni puede ser el camino. A menos que el viejo sueño de Herzl, Einstein y Ben Gurion se haya resignado a ser un estado policial-militar, mezquino y estrecho, en permanente guerra de baja intensidad.

Y antisemita, oiga, lo será su señor padre; el del bucanero, digo. Que el mío, seguro que no. Y yo, desde luego, tampoco.

(Con un besote muy entrañable a una muchacha de profundos ojos negros que hablaba dulcemente una lengua muy, muy antigua, a quien conocí una vez lejos de su tierra y de la mía, donde quiera que esté)

domingo, 8 de julio de 2007

Una guerra cobarde

Cuando el dúo de las Azores más Aznar (que, a decir verdad, sólo salía en las fotos publicadas en España y en las de Al Qaeda) nos metieron en su fantasmagórica guerra contra el terrorismo y las armas de destrucción masiva iraquíes –único lugar de todo el Oriente Medio donde no había ni terrorismo islámico ni armas de destrucción masiva–, muchos dijimos que era una guerra inmoral, ilegal y que nos traería graves consecuencias. Era inmoral. Era ilegal. Y nos trajo gravísimas consecuencias.

Ahora, cuatro años después, tenemos la suficiente perspectiva para afirmar algo más: fue –y es– una guerra cobarde.

Y no lo digo sólo en el sentido de la cobardía implícita a todas las guerras, ni en la evidente desproporción entre una superpotencia y un país agotado y estrangulado por los embargos. Incluso confieso que no me desagradó del todo ver a un asesino en masa como Saddam colgando de una cuerda, si bien eché en falta a unos cuantos asesinos en masa más a su lado. Lo digo en el sentido de que la Administración Fundabush y sus compinches de la Coalición de los que Quisieron ni siquiera han tenido valor para librar una guerra de verdad. Quisieron hacer una guerra para todos los públicos, que se pudiera emitir por la Fox en horario familiar. La lamentable realidad es que la guerra nunca es como esos ardientes patriotas encantados de mandar a otros a la muerte quieren pensar que es.

La guerra es un asunto sucio y cruel, sólo apto para menores de 18 aficionados al gore y a la razón del más fuerte. Es una situación donde los caballerosos convenios de Ginebra duran exactamente hasta el instante en que una de las partes en conflicto se bebe la ídem y decide pasar de ellos, cosa que suele ocurrir en las primeras cuarenta y ocho horas. Es un momento en que las hijas del enemigo quedan al alcance de los gloriosos soldados adolescentes, asustados, agresivos y borrachos, en lugares donde nadie mira. Es un contexto donde todas las normas éticas que los moralistas y absolutistas gustan de inculcarnos quedan invertidas: por matar, violar y saquear dan medallas y ascensos (a menos de que seas desgraciado hasta para eso y te conviertas en la cabeza de turco de la campaña de imagen). Ya que hablamos de absolutismos, la guerra, todas las guerras, se hallan muy cerca de simbolizar el concepto conocido como Mal Absoluto.

Es por eso que los pacifistas estamos en contra de las guerras, excepto en estricta legítima defensa. Quienes hablan de guerras limpias, justas y humanitarias o son unos superficiales ignorantes, o son unos malvados. Descontando interposiciones internacionales para frenar los combates (y no siempre), la guerra limpia, justa y humanitaria nunca ha existido, no existe y jamás existirá.

En consecuencia, quien desee librar una guerra debe ser consciente de todo esto y estar dispuesto a asumir los problemas de relaciones públicas que ello conlleva. Como Putin en Chechenia. Si te metes, te metes. Si te disparan, disparas. Y disparas con todo lo que tienes. Cada vez que las tropas rusas tenían jaleo en un callejón de Grozny, el comandante llamaba a la aviación o la artillería –y estamos hablando de la mejor artillería que vieron los siglos– para que convirtieran el barrio entero en un lugar parecido a la superficie lunar. Así se libran las guerras. Y no siempre se ganan. Si no te gusta jugar al genocidio, no las empieces. Ni las apoyes.

Cuando tu guerrita lleva cámaras incrustadas para filmar capítulos de Oficial y Caballero Cristiano Baptista del Sur (¿dónde se ha visto semejante cosa?), estás condenado a un desastre aún mayor y más prolongado. Las Black & Decker con broca para hueso se convierten en armamento estándar, las bombas aéreas de quinientos kilos se ven sustituidas por furgonetas bomba de quinientos kilos y toda la región se sume en un caos de banderías y mafias para décadas, convertida en un campo de entrenamiento de futuros terroristas con experiencia en combatir a una superpotencia del siglo XXI. Menos mal que el tío ZP nos sacó de allí a tiempo…

La Guerra de Irak está perdida, aunque pocos se atrevan a decirlo aún con la boca grande, y nadie sabe cómo los Estados Unidos y los que Quisieron van a salir de semejante pesadilla, un caprichito que cuesta a razón de diez mil millones de dólares mensuales. Con semejante guita, por cierto, podrían pagarse la sanidad y la educación pública universal que no tienen.

Uno de los que se atrevieron a decirlo fue el senador Harry Reid, seguramente el único mormón progre del mundo. Inmediatamente, un tal senador Graham, de la secta bushista, le contestó sardónicamente: “¿y entonces quién ha ganado?”. Bueno, ha ganado Irán, naturalmente, que ahora domina la parte de Irak que siempre deseó controlar y ya ha descontado un posible bombardeo en sus presupuestos (nadie se cree que, después del fiasco iraquí, los EEUU vayan a invadir ni más ni menos que Irán). Y, en el largo plazo, China, India y todos los que permanecieron al margen de esa chaladura.

El problema con las guerras cobardes es que se pierden. Y perder guerras es malo. No sólo cuestan una fortuna en dinero, moral y prestigio, y décadas hasta que vuelves a pintar algo en el mundo, sino que además el enemigo sale envalentonado y dispuesto a repetir la experiencia. Durante los últimos cuatro años, la clerigalla islámica ha contado con el mejor banderín de enganche, la mejor escuela y la mejor propaganda por cuenta de la clerigalla cristiana de la Administración Bush y la Coalición de los que Quisieron. Y, ¿sabes una cosa? Quienes siempre estuvimos en el Eje de la Razón tendremos que exigirles responsabilidades por todas y cada una de las consecuencias de este desastre. Porque, al final, quienes mueren son los trabajadores y estudiantes de Bagdad y los trabajadores y estudiantes de Madrid. Y eso, eso sí que no.

domingo, 1 de julio de 2007

Salvar a España

El patriotismo de izquierdas

Es preciso reconocer una cosa: en España, es difícil distinguir claramente al patriotismo de izquierdas a primera vista. Se debe a que desconfiamos de banderas, nombres grandilocuentes y gestas tramposas. Y a que, históricamente, España ha sido el cortijo particular de cuatro amiguetes: el señorito, el cura, el milico y el beneficiado de turno. En otros países hubo revoluciones populares que cambiaron la naturaleza del poder y el estado –Francia o Estados Unidos serían los ejemplos emblemáticos–, permitiendo la identificación del pueblo con la nación. Aquí, el pueblo nunca pudo hacer mucho más que sobrevivir bajo la bota de los señores del himno, la cruz y la bandera. Mi abuelo, por ejemplo, fue uno de los muchos que se tiró dos milis en África: la suya y la del hijo del cacique abanderado y muy patriota. Como estrategia de marketing, la verdad, deja mucho que desear.

Para acabar de arreglarlo, el tardío intento español de ejecutar ese cambio fue abortado por una dictadura militar, nacionalcatólica y colonial, que educó a dos generaciones en la idea nazi de que ellos eran la auténtica España, frente a la Antiespaña representada por todos los demás.

Tras semejante tratamiento de choque, lo sorprendente no es que sintamos desconfianza hacia trapitos, uniformes, sotanas y partituras. Lo sorprendente es que no hayamos pedido aún la nacionalidad danesa. Por decir algo. De hecho, quienes tienen alguna excusa para hacerlo se piden identidades nacionales al gusto: matalascabritano, por ejemplo. Cualquier cosa, menos formar parte de esa historia de sangre del pueblo y oro del señor. Hay que decir, eso sí, que cuando lo escribe Pérez-Reverte queda muy heroico y hasta cargado de un cierto sentido. Pero no deja de ser la historia de unos desgraciados matando y muriendo a cambio de miseria y pulgas para mayor gloria y riqueza de unos poderosos mezquinos, de los más mezquinos que se recuerdan, incapaces de compartir siquiera las migajas aunque poseyeran media Andalucía y parte de Extremadura.

Probablemente, en estos momentos sea ya irracional. Pero es que lleva sólo treinta años siendo irracional. Todos los nacidos antes de 1978 aprendimos a desconfiar por las malas de los capos rojigualdas (y unos cuantos, también después). Salvo que formaras parte del círculo de beneficiados por los capos rojigualdas, claro. No es tan fácil cambiar eso.

Máxime, cuando los patrioteros de turno siguen acaparando la bandera, el himno y hasta la palabra España para cubrirse las vergüenzas, más o menos como siempre.

La cuestión es que frente a esos retablos icónicos del patriotismo de derechas (el hijo del currito absolviéndose de sus orígenes al caer bajo la rojigualda luchando por algún pedregal de los Monegros, Flandes o las Filipinas), la izquierda no tiene ninguna foto fija que oponer.

El patriotismo de la izquierda española es mucho más sutil, casi como una brisa suave apenas perfumada. Porque su cariño no se enfoca en tangibles, bandera, himno, pedregal, estampillas del Fórum Filatélico. Se concentra en el pueblo. Nuestro patriotismo no tiene nombre, o tiene muchos nombres: uno por cada persona. Nuestro patriotismo es que ningún ciudadano, ninguna ciudadana quede expuesto a la miseria y sus lacras ni abandonado a su suerte en tiempos de desventura. Nuestro patriotismo es que todos tengan exactamente los mismos derechos, los mismos deberes y las mismas libertades y oportunidades, de verdad, sea cual sea su cuna o su sexo. Nuestro patriotismo es evitar hasta donde sea humanamente posible la espantosa indignidad de que uno de los nuestros tenga que matar a un hermano para defender un pedregal. Nuestro patriotismo es que cada persona esté protegida en sus necesidades elementales de la cuna a la tumba, que eso del neoliberalismo es muy fácil de decir cuando siempre puedes volver a casa de Papá. Nuestro patriotismo es que todo el mundo adquiera tanta cultura, tanta educación y tanta formación como sea posible, para vivir mejor, para ser útiles y para ser difíciles de manipular y someter. Nuestro patriotismo es que la justicia sea igual para todos, y que las cargas y alivios sociales sean escrupulosamente proporcionales a las posibilidades de cada cual. Nuestro patriotismo es que, en caso de duda, nos pongamos siempre de parte de los débiles, que para neutrales ya están (o deben estar) los jueces.

Nuestro patriotismo no ondea al viento. Es el viento. Por eso resulta tan difícil de ver. Y por eso, también, resulta tan fácil de sentir.

Y si alguien necesita un símbolo para todo eso, le sugiero el toro. Sí, el que llaman de Osborne, ese mismo que usan algunos tontos de brazo en alto sin saber que es emblema pagano y obra de Manuel Prieto, militante del Partido Comunista de España y dibujante del frente para el 5º Regimiento antifascista. Pero de rojo, no de negro. Porque nuestro toro vive en el pueblo, no muere en la plaza, y por tanto no necesita el luto de mantillas y crespones, sino el rojo del sol y de la vida.

(Primer) retorno de Portugal