Me entra la risa chunga cuando escucho a los bucaneros del Partido Peligroso y sus jefes en Washington acusarnos de antisemitas a quienes nos manifestamos en contra de las atrocidades cometidas por el Estado de Israel. En mi caso particular, risa chunga del tipo de sacar la mano de dar hostias a pasear. Espera, me explico:
Resulta que mi difunto papi tuvo el complicado honor de luchar en tres guerras contra los fascistas. En
Comprenderás, pues, que me tome esos dislates como ofensa personal. Entre otras cosas, porque yo podría haber nacido israelí: eran otros tiempos, y algunos de esos refugiados, agradecidos, ofrecieron a mi viejo casarle con alguna de sus hermanas o hijas para vivir algún día en la futura Palestina que soñaban Herzl, Einstein y Ben Gurion. Le enseñaban fotos y le prometían una familia y una vida cuando el horror pasara. Él siempre declinó, muy feminista o muy comprometido con lo que estaba haciendo, pero oyes, los hombres somos muy putas y nunca se sabe lo que podría haber ocurrido si en alguna de aquellas noches sin luna hubiesen pillado al adusto guerrero español de punto romántico y tontorrón. Que también había chavalas de buen ver entre las perseguidas.
Incluso dejando a un lado las hazañas bélicas familiares, seguiría siendo sionista. Declaro en mi nombre y en el de mis cuatro pelos que no sólo reconozco el derecho del Estado de Israel a existir en tanto en cuanto los estados sigan existiendo, sino que a su pueblo le deseo lo mejor. Me caen bien. Podría ponerme muy sesudo al respecto, pero lo resumiré diciendo que entre irme de juerga con las niñas de una fiesta rave en Tel Aviv o con un barbudo de Hamas y su cinturón de explosivos, rollo soy el novio de la muerte versionado en hardcore, creo que la elección es obvia. Israel debe existir, debe prosperar y debe recuperar el brillo intelectual que históricamente caracterizó al pueblo judío.
Y, por ello, Israel debe dejar de comportarse como un matón barriobajero equipado con armas de alta tecnología.
La supervivencia de Israel está garantizada. Si no más, porque posee cuatrocientos misiles termonucleares y las garantías de medio planeta (y sí, yo en su lugar también me fiaría más de los bichos malignos esos que de todas esas garantías). Hoy por hoy, nadie va ya a destruir a Israel por muchos atentados que sufran, por muchos Qassam y Quds que les caigan, por muchas declaraciones incendiarias que haga la clerigalla islámica de ojos inyectados en sangre. Ni siquiera es razonable tener miedo a que Irán o cualquier otro fabrique un arma nuclear. ¿Dónde va el chalado de Ahmadineyad con una, dos o media docena de bombas atómicas primitivas? Antes de que se levantaran del suelo, Teherán habría dejado de existir más allá de lo concebible.
Por ello, pienso honestamente que mis amigos israelíes se hacen un flaco favor ante si mismos y ante el mundo alimentando el conflicto y forzando que los palestinos elijan a dirigentes cada vez más siniestros. La política del “cuanto peor, mejor” puede ser rentable a corto plazo, pero en el largo plazo condena a Israel, a Palestina y a muchos otros a no vivir nunca en paz.
Evidentemente, yo no tengo la solución al conflicto del Próximo Oriente, y nadie la tiene. Pero tengo claro que ahogar al pueblo palestino, provocar la caída de sus dirigentes más sensatos, hacerle la guerra al Líbano y dar alas a los ultraortodoxos no es ni puede ser el camino. A menos que el viejo sueño de Herzl, Einstein y Ben Gurion se haya resignado a ser un estado policial-militar, mezquino y estrecho, en permanente guerra de baja intensidad.
Y antisemita, oiga, lo será su señor padre; el del bucanero, digo. Que el mío, seguro que no. Y yo, desde luego, tampoco.
(Con un besote muy entrañable a una muchacha de profundos ojos negros que hablaba dulcemente una lengua muy, muy antigua, a quien conocí una vez lejos de su tierra y de la mía, donde quiera que esté)