sábado, 26 de mayo de 2007

Metiéndome la lengua en el culo...

Cuando maduras (madurar es eso que haces exactamente antes de pudrirte), aprendes muchas cosas: a alegrarte de ser un borreguito dócil, a hacer todo lo posible para parecer tan aburrido como eres, a garantizar una responsabilidad que nadie en su sano juicio te otorgaría, a declarar con total convicción que las arrugas y pellejos son en realidad interesantes y, entre otras muchas más, a meterte la lengua en el culo. Esto es, a decir mosca donde dije digo y asegurarlo fehacientemente sin que se nos turbe la sonrisa. O el rictus.

Los autoanilingus más fáciles, en todo caso, se dan cuando rompes una promesa hecha a ti mismo: ya sabes, yo de esta agua no beberé, por favor, me sirva otra garrafa, etcétera. En particular, si tuviste dos dedos de seso y no dejaste testigos (¡para una cosa que puedes hacer sin que el Gran Hermano la grabe, y hay quien la estropea contándola en voz alta! ¡Hay que ser gilipollas!).

Empezar este blog es uno de estos actos sodomitas, con lo cual supongo que, ya de entrada, le caeré mal a las cucas de la Conferencia Episcopal. Motivos más justificados les daré, aventuro. Pero es la verdad: hace cosa de diez años me juré que nunca más, que la bandera y los principios te los metas provisionalmente donde te quepan y que, para la próxima guerra, me llamáis cuando haya ya tres millones de voluntarios apuntados en firme. Si no me pilla de copas en París, ahora que los vuelos están baratos y cualquiera puede emular a Hemingway (bueno, no). A mi pequeña escala, había hecho de digno portaestandartes lo suficiente como para sentirme ridículo hasta el bochorno. Tenía una vida y una enfermedad de las que ocuparme.

Y ya me ves, aquí, tejiendo banderitas otra vez y dispuesto a enarbolarlas con cara de tonto. Es sabido que, cuando se nace así, no hay ciencia que lo remedie.

Pero es que estoy preocupado.

Hace diez años, con sus más y sus menos, la democracia, las libertades y el progreso humano parecían razonablemente seguros. Al menos en el Occidente desarrollado, donde vivimos, existía un statu quo capaz de mantener a los diablos del pasado en el osario al que pertenecen. Un pacto, un arreglo si quieres, de cierto regusto mafioso, pero arreglo al fin y a la postre.

Desde hace seis, ese pacto está roto. Fundamentalistas de todo signo gritan (y bombardean) cada vez más fuerte, deseosos de devolvernos al siglo XIX –o al XIV– entre protestas de modernidad y desarrollo; individuos a quienes sólo interesa la libertad de mercado tachan de liberticidas a todos los demás y difunden lecturas revisionistas de la historia, pretendiendo que nunca colaboraron con el invasor romano mientras denuestan y desprecian a quienes sí vertieron su sangre por la gente; se echa la culpa de los problemas a los más frágiles y visibles desde alianzas de poderes sin ningún control democrático; se desprecia la ciencia, la razón y la cultura; los valores reaccionarios y casposos se publicitan como liberales e incluso revolucionarios; y se difunden sin rubor alguno toda clase de libelos, miedos y mentiras. En especial, hoy por hoy, la leyenda de la puñalada en la espalda, según la cual España, Occidente, lo que sea, está en peligro si no mandamos nosotros y Baviera, a punto de ser entregada al francés. Todos los demás, idiotas y traidores. En su mundo sólo están nosotros, los buenos, y estamos ellos, los malos.

Existen antecedentes históricos de procesos así. Y no invitan al optimismo. Pretender que se disolverán por si solos es de una superficialidad suicida. Debemos responder. Dicen que quien calla otorga, y ya les hemos otorgado bastante.

Este blog constituye mi granito de arena a esa respuesta. Supongo que se trata de una recaída en mi estulticia. Sea como fuere, hay cosas de las que hablar. Vamos allá.

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