jueves, 21 de junio de 2007

Tres semanas en Portugal...

...y lo que te rondaré, morena. Resulta que yo me había propuesto publicar una entrada a la semana cuando empecé este blog, pero como el hombre dispone y el demonio ese de la secta satánica al que adoran millones dispone, llevo tres semanas trabajando en Portugal y me queda por lo menos otra más. Internet, aquí, no está muy desarrollado y es difícil encontrar sitios donde hacer algo más que mandar un correo o echar una partida en red.

El país es bonito y esta zona -entre Torres Vedras y el Atlántico-, más. Me recuerda a algunas zonas de Espanha hace quince anhos -o de la Grecia actual-. Supongo que los nacidos en el Mediterráneo estamos acostumbrados y no lo observamos, pero en cuanto te mueves un poquito por las costas que se extienden desde la Iberia atlántica hasta el estrecho del Bósforo, te das cuenta de hasta qué punto las talasocracias helénicas nos marcaron para milenios; la cultura de la casita blanca, el vino tibio y la sensualidad dulzona y posesiva, mucha pose, está presente por todo el Sur de Europa.

El clima es agradable, atlántico, sin calores excesivos y con tormentas ocasionales. Vamos, que me estoy librando por el momento de los calores veraniegos.

No tengo manera de postearos las fotos, así que tendréis que esperar a mi regreso (o hasta que consiga un servicio de Internet decente). En todo caso id preparándoos, porque os tengo preparada una tanda de artículos que levantarán ampollas. Y algunas sorpresas más.

domingo, 3 de junio de 2007

La Leyenda de la Puñalada en la Espalda

Hay mucha gente que habla de los nazis, que si tú eres un nazi, que si los nazis esto, que si los nazis aquello. Lo sorprendente es que, si los sacas del cliché de los campos de exterminio y el icono del cabo bajito y bigotudo enardeciendo a las masas con su proverbial oratoria, casi nadie tiene ni puta idea de quiénes fueron, de por qué hicieron lo que hicieron ni de las razones por las que una mayoría del pueblo alemán, culto y civilizado donde los haya, les otorgaron su confianza en las elecciones de 1933. A lo más que llega el análisis es a afirmar que “estaban locos” y que “engañaron a la gente”. Desmemoria que resulta de lo más conveniente para sus emuladores del presente y el futuro, quienes sólo han de cambiar el uniforme ramplón por el traje de corbata y no mencionar nada sobre exterminios, ahora que, al parecer, todo puede hacerse con misiles quirúrgicos. Aprovechándose de esta ignorancia, algunos bucaneros de la frikihistoria incluso venden a sus lectores modelo El Corte Inglés la sorprendente falsedad de que los nazis eran de izquierdas. ¿Sus argumentos? Que se hacían llamar nacional-socialistas y que eran partidarios de un estado omnipresente. Como suena.

Mamarrachadas al margen, el ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista del Trabajo Alemán (NSDAP), vulgo los nazis, es fascinante y debería ser de enseñanza obligada en los colegios. Permite comprender cómo una democracia liberal puede terminar convirtiéndose en Auschwitz… y evitar que vuelva a suceder. Aprender historia sirve, por encima de todo, para cosas así.

El Partido Nazi –enemigo acérrimo no sólo de los judíos, sino también de socialistas, comunistas, anarquistas, homosexuales, gitanos, librepensadores, cristianos de base, liberales tolerantes, sindicalistas, relativistas morales, minusválidos incapaces de trabajar y demás chusma traidora–, asciende al poder en un largo proceso; largo proceso que culmina cuando los católicos de Von Papen y el conservador Hindenburg aúpan a Hitler a la cancillería para defender a Alemania del peligro rojo-separatista. Hay que decir que muchos de estos carcas pagaron también carísima su estupidez. En cuanto Adolf consigue los plenos poderes, comenzó a mandar a todos estos a los campos y a unos cuantos de los que le habían apoyado, también. Lo de los judíos y los eslavos vendría después.

El Partido Nazi fue, por encima de ninguna otra cosa, un partido conservador de empresarios (“industrialistas”), soldados y clases medias con cierta sensibilidad social y una mitología patriótica y racial que justificaba todo lo demás: Alemania para los alemanes, los Alemanes primero, Alemania no termina en las fronteras de la derrota. Su componente más obrero (y visible), agrupado en torno a los camisas pardas de Röhm, fue convenientemente suprimido al año siguiente de llegar al poder: logrado el objetivo, ya no necesitaban tontos útiles.

Las ideas que Hitler y los suyos usaron para calar en tales segmentos de población se trenzaban en torno a un mito central: la dolchstoßlegende o “leyenda de la puñalada en la espalda”. Según este fraude, todos los personajes no nazis de Alemania formaban parte de una conspiración antipatriótica cuyos objetivos eran desmembrar y aniquilar al país y sus fuerzas armadas para ponerlo en manos de judíos y comunistas. Según los nazis, habrían sido éstos los artífices de la derrota en la I Guerra Mundial, del separatismo bávaro, de la disolución de la identidad cultural alemana, de la crisis económica que azotaba al país y, en general, de la sequía y también de las inundaciones. Los nazis eran los únicos que amaban a Alemania; todo el que no estuviera con ellos, es porque quería destruir la nación. Similar discurso usaron sus aliados Franco, Mussolini o Hiro-Hito. Con nosotros quien quiera, contra nosotros quien pueda. Y todo eso.

Han pasado setenta años. Los nazis se fueron (bueno, más bien los sacamos a patadas). Pero la leyenda de la puñalada en la espalda vuelve. Por todo Occidente surgen aprendices de tirano que confunden su identidad nacional con su carné de identidad, se erigen en defensores únicos de la patria y nos denuncian a todos los demás como enemigos de las respectivas naciones y de la civilización occidental en su conjunto. En Estados Unidos el término está bien acuñado y forma parte de la vida política cotidiana: quien se opone a las aventuras de sus líderes más fanáticos es sospechoso de antiamericanismo, acusación que repiten como loros sus representantes en Europa. Añadiendo que, de la misma manera, todo el que no apoya los excesos de los líderes más fanáticos de aquí, lo hace por antiespañolismo. Discurso en el que, curiosamente, coinciden con los independentistas más extremos. ETA también habla de antivasquismo, y los chicos de Artur, de anticatalanismo. Es la forma de pensar de los nacionalismos, llámense patriotas o independentistas.

Yo digo que no debemos callar más ante estos manipuladores indeseables. Aquí los únicos traidores a la patria son aquellos que se envuelven en banderones para ocultar sus miserias mientras malvenden los recursos económicos, ecológicos y humanos del país a sus amigotes.

España será lo que tenga que ser y decidan sus pueblos. Europa será lo que tenga que ser y decidan sus pueblos. Occidente será lo que tenga que ser y decidan sus pueblos. Es la democracia. Pero aquí no hay nadie ni más vasco, ni más catalán, ni más español, ni más europeo, ni más occidental que otro. Y mucho menos existe una autoridad que emita certificados de lealtad a la patria o la nación. Yo defiendo lo que defiendo porque pienso que es lo mejor para mi pueblo. E, igual que yo, toda la gente que conozco.

Y si, en contestación, alguien me acusa de traidor, entonces ya sé que lo que tengo delante no es un oponente. Es un enemigo. Un viejo enemigo. El mismo viejo enemigo que hablaba de puñaladas por la espalda en las noches siniestras de la niebla y el acero. El mismo viejo enemigo al que hay que neutralizar con todos los medios de la paz y la palabra mucho antes de que nos veamos sumidos en otro mar de sangre para sacarlo a patadas. Una vez más.

sábado, 2 de junio de 2007

Moncayo

Vuelvo de currar por Valladolid y ahora mismo estoy al pie del Moncayo, la montaña más alta del Sistema Ibérico. Es un lugar impresionante, que te hace sentir muy, muy pequeñito. Por la parte de Ágreda, desde la autovía, se pueden distinguir aún las inconcebibles fuerzas telúricas que rompieron la tierra hace 65 millones de años, plegando y retorciendo el mismo suelo que pisamos hasta parir al gigante. Por donde estoy, en San Martín de la Virgen del Moncayo, el camino es simplemente hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba, entre valles casi helvéticos, hacia el lugar donde la cumbre se oculta tras las nubes y puedes tocar el infinito en las regiones del aire que, de tan puro, ya es raro.

Un camino forestal me llama: “al Moncayo”. Querría acudir, pero voy con la furgona de la empresa –o sea, del jefe–, desconozco si el camino es bueno o malo y claro, no es plan. Ocasiones habrá, aunque sea más tarde de lo que imaginas, etcétera.

Yo no es que crea mucho en esas cosas de los lugares de poder, pero en sitios como éste, casi casi se puede sentir en los repliegues de la piel.