domingo, 8 de julio de 2007

Una guerra cobarde

Cuando el dúo de las Azores más Aznar (que, a decir verdad, sólo salía en las fotos publicadas en España y en las de Al Qaeda) nos metieron en su fantasmagórica guerra contra el terrorismo y las armas de destrucción masiva iraquíes –único lugar de todo el Oriente Medio donde no había ni terrorismo islámico ni armas de destrucción masiva–, muchos dijimos que era una guerra inmoral, ilegal y que nos traería graves consecuencias. Era inmoral. Era ilegal. Y nos trajo gravísimas consecuencias.

Ahora, cuatro años después, tenemos la suficiente perspectiva para afirmar algo más: fue –y es– una guerra cobarde.

Y no lo digo sólo en el sentido de la cobardía implícita a todas las guerras, ni en la evidente desproporción entre una superpotencia y un país agotado y estrangulado por los embargos. Incluso confieso que no me desagradó del todo ver a un asesino en masa como Saddam colgando de una cuerda, si bien eché en falta a unos cuantos asesinos en masa más a su lado. Lo digo en el sentido de que la Administración Fundabush y sus compinches de la Coalición de los que Quisieron ni siquiera han tenido valor para librar una guerra de verdad. Quisieron hacer una guerra para todos los públicos, que se pudiera emitir por la Fox en horario familiar. La lamentable realidad es que la guerra nunca es como esos ardientes patriotas encantados de mandar a otros a la muerte quieren pensar que es.

La guerra es un asunto sucio y cruel, sólo apto para menores de 18 aficionados al gore y a la razón del más fuerte. Es una situación donde los caballerosos convenios de Ginebra duran exactamente hasta el instante en que una de las partes en conflicto se bebe la ídem y decide pasar de ellos, cosa que suele ocurrir en las primeras cuarenta y ocho horas. Es un momento en que las hijas del enemigo quedan al alcance de los gloriosos soldados adolescentes, asustados, agresivos y borrachos, en lugares donde nadie mira. Es un contexto donde todas las normas éticas que los moralistas y absolutistas gustan de inculcarnos quedan invertidas: por matar, violar y saquear dan medallas y ascensos (a menos de que seas desgraciado hasta para eso y te conviertas en la cabeza de turco de la campaña de imagen). Ya que hablamos de absolutismos, la guerra, todas las guerras, se hallan muy cerca de simbolizar el concepto conocido como Mal Absoluto.

Es por eso que los pacifistas estamos en contra de las guerras, excepto en estricta legítima defensa. Quienes hablan de guerras limpias, justas y humanitarias o son unos superficiales ignorantes, o son unos malvados. Descontando interposiciones internacionales para frenar los combates (y no siempre), la guerra limpia, justa y humanitaria nunca ha existido, no existe y jamás existirá.

En consecuencia, quien desee librar una guerra debe ser consciente de todo esto y estar dispuesto a asumir los problemas de relaciones públicas que ello conlleva. Como Putin en Chechenia. Si te metes, te metes. Si te disparan, disparas. Y disparas con todo lo que tienes. Cada vez que las tropas rusas tenían jaleo en un callejón de Grozny, el comandante llamaba a la aviación o la artillería –y estamos hablando de la mejor artillería que vieron los siglos– para que convirtieran el barrio entero en un lugar parecido a la superficie lunar. Así se libran las guerras. Y no siempre se ganan. Si no te gusta jugar al genocidio, no las empieces. Ni las apoyes.

Cuando tu guerrita lleva cámaras incrustadas para filmar capítulos de Oficial y Caballero Cristiano Baptista del Sur (¿dónde se ha visto semejante cosa?), estás condenado a un desastre aún mayor y más prolongado. Las Black & Decker con broca para hueso se convierten en armamento estándar, las bombas aéreas de quinientos kilos se ven sustituidas por furgonetas bomba de quinientos kilos y toda la región se sume en un caos de banderías y mafias para décadas, convertida en un campo de entrenamiento de futuros terroristas con experiencia en combatir a una superpotencia del siglo XXI. Menos mal que el tío ZP nos sacó de allí a tiempo…

La Guerra de Irak está perdida, aunque pocos se atrevan a decirlo aún con la boca grande, y nadie sabe cómo los Estados Unidos y los que Quisieron van a salir de semejante pesadilla, un caprichito que cuesta a razón de diez mil millones de dólares mensuales. Con semejante guita, por cierto, podrían pagarse la sanidad y la educación pública universal que no tienen.

Uno de los que se atrevieron a decirlo fue el senador Harry Reid, seguramente el único mormón progre del mundo. Inmediatamente, un tal senador Graham, de la secta bushista, le contestó sardónicamente: “¿y entonces quién ha ganado?”. Bueno, ha ganado Irán, naturalmente, que ahora domina la parte de Irak que siempre deseó controlar y ya ha descontado un posible bombardeo en sus presupuestos (nadie se cree que, después del fiasco iraquí, los EEUU vayan a invadir ni más ni menos que Irán). Y, en el largo plazo, China, India y todos los que permanecieron al margen de esa chaladura.

El problema con las guerras cobardes es que se pierden. Y perder guerras es malo. No sólo cuestan una fortuna en dinero, moral y prestigio, y décadas hasta que vuelves a pintar algo en el mundo, sino que además el enemigo sale envalentonado y dispuesto a repetir la experiencia. Durante los últimos cuatro años, la clerigalla islámica ha contado con el mejor banderín de enganche, la mejor escuela y la mejor propaganda por cuenta de la clerigalla cristiana de la Administración Bush y la Coalición de los que Quisieron. Y, ¿sabes una cosa? Quienes siempre estuvimos en el Eje de la Razón tendremos que exigirles responsabilidades por todas y cada una de las consecuencias de este desastre. Porque, al final, quienes mueren son los trabajadores y estudiantes de Bagdad y los trabajadores y estudiantes de Madrid. Y eso, eso sí que no.

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